martes, 8 de mayo de 2012





Hay días que pierden el norte, pero los Domingos se desorientan por completo. Son como estar en ninguna parte, en ningún lugar. Ese día tiene un olor especial a armonía, a manos que se frotan, a hierba húmeda o libros antiguos. Son bocanadas de aliento, que danzan de una garganta a otra, a la espera de algún bostezo.

Tejidos de azul cielo y sonrisa melancólica, los Domingo visten ropa de paseo por la mañana y pijama hasta la noche. Caminan entre los lunes y los viernes, pasando inadvertidos, silbando baladas. Algunas veces se ven salpicados por una sensación de vacío y el resto de días decaen, hasta recobrar el equilibrio natural de las cosas maravillosas que suceden a las 4 de la tarde.

Tristes días sueltos que añoran el frío. Se dice que los Domingos son eternos amantes del invierno, aunque solo se encuentren cada nueve meses. Cuando este llega, el Domingo se vuelve más dulce, si cave. Bohemios por el día y ardientes durante la noche, ellos nunca duermen.      
El invierno, perpetuo envidioso de las noches de verano, del poder que tienen de hacer de los descansos nocturnos una delicia, esperan impacientes desde el otro lado del mundo a que llegue Diciembre para nevar sobre los Domingos. Ellos, cálidos e ingenuos se contraen y se arrugan por el repentino frío. El calor genera una dilatación. Provoca el movimiento de vellos que se erizan, escalofríos y temblores. Entonces, una sensación de nauseas los invade. Y es lo mas dulce que hayan sentido jamás. No hay domingos desencantados. Por eso, en Abril, cuando recuperan el calor que se escapó, esos pequeños granitos de gélido afecto desaparecen y la melancolía vuelve a ellos.

martes, 1 de mayo de 2012

Toradh


Era una mañana fría, de esas en las que ignorábamos la diferencia entre el deber y el querer.   
Estábamos en la más alta torre, jugando a rescatarnos de nosotros mismos. Me apoyé en tu cabezal, parecía que estaba allí mucho antes que tu, deformado de sostener demasiados dolores de cabeza, así que lo deje caer por el mismo precipicio por el que cae la ropa cuando sobra. Estirando los brazos, prácticamente dejándome caer, conseguí alcanzar el nuevo almohadón, limpio de pesadillas repetitivas y sueños incumplidos. Lo orienté hacia el infinito, al principio no entendiste de que se trataba, hasta que me tumbe a tu lado, cerramos los ojos y empezamos a hablar flojito, como si todo lo que saliera de nuestra boca fuera un secreto. Des de aquel día compartimos los mismos sueños en una misma dirección. 
Dejamos caer sobre la almohada el corazón, las lágrimas, el sudor y los planes de una vida, a sabiendas de que estos nunca funcionan. En ella apoyamos todo el peso de una fe sin argumentos, basada únicamente en la paz que sentíamos al saber que nos olvidábamos del mundo y el mundo nos olvidaba a nosotros.
Fue el mejor regalo que pude hacerte.

Sin embargo, ahora duermen tus sueños donde todavía yacen los míos, atrapados.  Y quien sabe, es probable que no tardes en subir ahí a otra persona y la invites a soñar, olvidando todo lo que un día quisimos ser.